Dignidad suprema.
Por: Elízabeth Silva R.
Era como el árbol más alto del monte.
Hombre de virtudes e ímpetu como un volcán salido de las entrañas de la tierra.
Desafío la autoridad y con una fuerza como la luz, se inscribió en la historia por sus propios méritos.
La Revolución le impuso enormes sacrificios que asumió con la fortaleza e integridad que lo caracterizó. Se echó un pueblo a los hombros y para lograr su independencia, donó hasta su posesión más sencilla.
La patria supo de su cariño, respeto y entrega a una causa impulsada por él en sus propias tierras, con el desinterés personal y el amor a muchos.
Conocedor del deber, de las convicciones que lo impulsaron a hacer de su causa, la de todo un pueblo.
Nunca tembló ni ambicionó, todo lo que hizo fue por convicción y apego a lo que entendió razonable. La dignidad y pasión por la justicia lo distinguía.
Tendió la mano para acabar la esclavitud y romper sus hierros; entendió que la libertad no es placer propio, por eso la extendió a los demás.
Consideraba un crimen la esclavitud y como buen cubano sacudió su yugo para liberar por siempre a los esclavos.
Las campanadas de su ingenio La Demajagua, anunciaron el acontecimiento: la gran redención para los que sufrían cadenas y humillaciones por su condición.
Su inteligencia lo hizo servir a la patria, ella se levantó sobre los hombros de su ilustre hijo, y en respuesta el noble gesto de quien adoptó como suyo a todos los cubanos, dándole lo más preciado para la vida: el camino a la emancipación.
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